La salida de Dilma Rousseff de la presidencia brasileña en el marco del impeachment que se le adelantó en el Congreso de su país fue celebrado por algunos opinadores en Colombia. Ellos no tardaron en verlo como una muestra más de la inminente caída de la izquierda en la región. Algunos clamaron en éxtasis que este episodio era evidencia contundente del «fracaso de la izquierda».
Con sus discursos amañados insisten en señalar a la izquierda como única responsable de los problemas que plagan a Latinoamérica y, de paso, niegan que la llegada de los gobiernos de Correa, Kirchner, Lula, Chávez y Evo fueron consecuencia de los olvidos, descuidos y manejos mañosos de los gobiernos de derecha.
Si bien es cierto que la izquierda en Argentina, Venezuela y Brasil se ha visto salpicada por casos gravísimos de corrupción, algunos analistas olvidan que ese es un mal endémico en toda la región.
Según el Índice de Percepción de la Corrupción 2015 de Transparency International, el primer país latinoamericano en el ranquin con menor percepción de corrupción es Uruguay, seguido por Chile, dos países gobernados (¡ejem!) por la izquierda. Aunque Venezuela se encuentra en el último lugar del escalafón, no se puede concluir que las crisis obedezcan únicamente a la corriente ideológica del sus gobernantes.
Pero volvamos a Brasil. En la salida de Rousseff del poder, algunos analistas han optado por dejar de lado que el juicio que se le adelanta a la hoy depuesta presidenta es uno político. Nada más Eduardo Cunha, cristiano evangélico, ferviente opositor del gobierno del PT, presidente de la Cámara de los Diputados de Brasil e impulsor del impeachment contra la presidenta, fue suspendido a principios de mayo por el Supremo Tribunal Federal. ¿El motivo? Su extenso prontuario, entre el que se incluye una investigación por haber recibido cerca de 1,4 millones de dólares en sobornos.
Según consta en una investigación de la Fiscalía, Cunha, primer y único político imputado en el caso Petrobras por corrupción y lavado de dinero, se gastó en sus vacaciones de diciembre del 2013 la medio bobadita de 42.258 dólares. Aunque, claro, su salario para la época era de unos 8500 mensuales.
Al mes siguiente, el religioso Cunha viajó a Nueva York, donde gastó 6513 dólares en 3 días. Luego se desplazó a Zúrich y allí desembolsó más de 10.000 dólares en apenas 4 días. La Fiscalía les siguió la pista a sus gastos y encontró un rastro de facturas que van de París, San Petersburgo, Venecia a Dubái. Nada más en febrero del año pasado, Cunha, a quien algunos osaron mostrar como estandarte de la moral y las buenas costumbres, hizo gastos por más de 31.800 dólares.
Fuera de esto, esos analistas que dan por muerta a la izquierda no atinan a recordar que el 60 % de los cerca de 600 miembros del Congreso de Brasil está siendo investigado por sobornos, deforestación ilegal y fraude electoral hasta delitos tan graves como homicidio y secuestro. Así como Cunha, muchos de ellos también están implicados en el caso del mensalão. Entonces, ¿son esas ‘joyitas’ las que van a juzgar a Dilma por corrupción?
Sin menospreciar la gravedad de las imputaciones que se le hacen a la depuesta presidenta brasileña, que los congresistas de su país la investiguen por corrupción es como que en Colombia el uribismo pontifique sobre pulcritud y buen gobierno (¡ups!).
Habrá quienes quieran extender las comparaciones a Argentina y Venezuela, pero para ambas habrá que recordar que los gobiernos de derecha no han sido precisamente ejemplos de rectitud o buen manejo de la economía. ¿Tienen dudas? Pregúntenles a los argentinos qué opinión les merecen el déficit fiscal de los 90, el tamaño de la deuda pública y el desplome de los precios de las exportaciones que llevaron al recordado corralito, como consecuencia de las fallas sistemáticas en el diseño de la política económica.
Para algunos analistas, los errores de la izquierda en la región —en especial el desastre de la economía venezolana, sobredimensionada por periodistas serviles— se convirtieron en un caballito de batalla en contra de cualquier forma de gobierno que se salga de los cánones señalados por la tiranía de los tecnócratas.
Del mismo modo, esa seguidilla de errores ha sido usada como munición para atacar el proceso de paz con las Farc. Con su discursos, esos llamados analistas no dudan en señalar que en La Habana se está entregando el país (lo que luego repiten sin reflexión y en coro miles de colombianos) y que, en caso de que se firme un acuerdo, el futuro del país es la «venezuelanización», como si en algún momento hubiera sido buena la «colombianización».
La corrupción no tiene partido ni filiación política. Además, el tal «fracaso de la izquierda» nunca ha sido respondido o antecedido con una era de «esplendor de la derecha». Colombia, un país que nunca ha tenido un gobierno de izquierda, es cualquier cosa menos un ejemplo o un faro moral para la región, ¿o es que cuántos años de crisis hospitalarias, sobrepoblación carcelaria, niños desnutridos, desaparecidos, violencia, desnutrición y miseria son necesarios para darnos cuenta?