Cuando uno conoce el mundo de los libros (que en esta columna serán equivalentes a Literatura) siempre se hace una pregunta, de talante despectivo y a la vez sincero, sobre la suerte de esas almas que van por la vida sin coger uno, sin pasar varios minutos olisqueando los entresijos de las páginas, sin sentir la opresión de una frase fulminante, para a continuación quedarse mirando a la nada aunque los ojos estén sobre un punto fijo. Uno hace este cuestionamiento desde la perspectiva privilegiada del alfabetismo, y también desde el desconocimiento de un mundo donde se ignora el acto de leer. Quizás solo un accidente nos devuelva a ese estado de analfabetismo.
Así como en el paleolítico nadie extrañaba la electricidad, asimismo habrá de suceder con el analfabeta a secas o el funcional: no extraña el libro, no lo anhela, la vida sigue su curso normal e irremediable sin esta clase de artificios.
El letrado es el caprichoso que gasta tiempo y dinero, y corta árboles y contamina con tintas para poder leer un libro. Así deben pensar los de ese otro mundo donde el lenguaje cumple la función primaria de facilitar la comunicación y los acuerdos, y no es un insumo para alimentar la imaginación ya de por sí proclive a las ficciones.
También sería infeliz llegar tarde a los libros, empezar a leer, digamos, en la segunda adultez, o en la primera, y darse cuenta que hay libros que, por más que uno quiera, ya no podrá leer: porque la trama ya no interesará al lector, porque el escándalo de la adolescencia ya pasó y ciertas historias solo se pueden soportar y disfrutar en determinadas etapas de la vida por muy bien (o muy mal) que estén escritas. Nada mejor que empezar desde temprano a trasegar ese mundo de los libros, porque es mucho lo que hay por leer y porque, como decía Borges, «La imprenta…ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.» Escoger un buen libro con esta vastísima oferta, un libro que le guste a uno, se convierte en la trillada historia de la aguja en el pajar.
La biblioteca pública, al menos, le quita al lector ávido la carga económica de buscar un buen libro, y este puede entregarse con saña a tantear en los anaqueles una historia que le interese, con la alta probabilidad de fallar en el intento, y en este caso desechar sin pudor (con la tranquilidad de solo perder tiempo, pero no dinero) el libro prestado. Más bibliotecas y menos librerías, por favor.
Y cuando se encuentra ese libro que satisface el gusto, no necesariamente es por su calidad. En la mayoría de los casos el aprecio por un libro es de índole afectiva y nada rigurosa. Lo queremos y lo recordamos por el grado de identificación que alcanzamos con los personajes, porque captó nuestro sentir en ese momento de la vida, y no por la belleza de su prosa, ni por la composición quirúrgica de la trama. Entonces, ante tal sentimiento, se pregunta el lector extasiado, con un nivel de conciencia más profundo: ¿Cómo diablos hacen, por Dios, para vivir sin libros?