Vamos a decirlo así: aquí, en este momento de la historia, en esta sociedad occidental, en esta esquina del continente y en estas tierras colombianas, parece que fuera urgente preguntarnos hoy por los regalos de que es portadora una madre y no por esa ecuación invertida en la que nos preguntamos qué debemos regalarles en fechas especiales, qué es eso que debemos conseguir a cualquier precio para celebrarles un día y aliviar nuestras conciencias el resto del año.
Las estadísticas están ahí y son pavorosas: Hace años que, al menos en Colombia, nos acostumbramos a que el Día de la Madre sea una de las fechas más mortíferas en nuestra ya abultada historia de la criminalidad: Reclamos y acalorados escándalos, gritos, insultos y rencores irreconciliables, lesiones mortales, corazones atravesados por el puñal o la bala que ha disparado un hermano o un amigo, hacen parte del menú en la celebración de muchas familias.
A este mal olor sumémosle la llamada crisis de valores, agreguemos esa descomposición social que viene de una historia familiar bastante oscura de la que no se habla; esa que empezó con “el hacha que mis mayores me dejaron por herencia” y se extiende hasta los días en que la madre vio llegar al hijo villano, otro día de celebración, con una nevera, un pantalla plana, o unos zapatos en caja y con moño, pero “cita” ella, ya no preguntó. Esa matrona que en el pasado había dicho: “Mijo, si puede, consiga plata a las buenas. Y si no puede… consiga plata”.
Hace rato vengo sosteniendo que, cuando termine la guerra o en parte para que termine, habría que hacerle un juicio a muchas madres colombianas por permitir tanto crimen, por callar de forma tan impune. Hablo de las madres porque los padres, esos otros tiranos, hace rato se esfumaron para cientos de hijos cuyo recuerdo no es más que una cicatriz que duele cuando aparece su nombre.
Entonces que respondan las madres, esas que recibieron con la mano abierta y la boca callada, esas que vendieron y siguen vendiendo su maltrecha conciencia.
Pero este, por ahora, no es el sumario del juicio, ese lo dictará la historia. Por eso, como he dicho arrancando este cuento, aquí lo que paga no es contar la historia de las mamás que se acostumbraron a recibir, sino la de aquellas que han sabido regalar en abundancia.
Esto no es un asunto de mero capricho para exaltar las almas buenas. Resulta, para decirlo en forma directa, que en innumerables investigaciones y proyectos que fueron apareciendo en estas últimas décadas, también nos aparecieron esas señoras que sabían dar buenos regalos a sus hijos. Cuando un joven, por ejemplo, valora enormemente a su familia, asume que sus logros personales se deben, en parte, a alguien más, confía en sus potencialidades; ahí nos aparecen estas benditas madres dadoras de cosas. Pocas son cosas materiales, claro está, puesto que como he escuchado repetir a mi propia madre toda mi vida, “de madres alcahuetas anda poblado el infierno”.
Estoy hablando de esos hijos que reconocen la vida como valor supremo, que respetan lo que pertenece al otro, que no actúan con mezquindad y con odio hacia la sociedad de su tiempo, que no le han vendido su alma y su cuerpo al juego, a los vicios o a cualquier otra causa u objeto que los esclavice.
Estoy hablando de esas madres a quienes los expertos han dado en llamar madres resilientes o, mejor, madres tutoras de resiliencia. Lo son porque aprendieron que, si querían ser madres, le iban a dar a sus hijos el equipaje con las provisiones necesarias para enfrentar la vida, pero además iban a acompañar ese viaje.
Voy a hablar de algunos de esos regalos que saben dar esas madres. Son muy conocidos y, en apariencia, sencillos de entregar. Quizá la cifra de niños abandonados o maltratados cada año en Colombia, me haga siempre pensar que, como en la canción de Silvio, “lo más sencillo nos cuesta la vida”.
En primer lugar, las madres resilientes regalan mucho amor. Pero no parecería un amor cualquiera, sino uno que tiene que ver, de entrada, con ese sentido de la seguridad y la confianza para caminar por el mundo y emprender las tareas del día a día, por sencillas o complejas que parezcan. Esa inseguridad y desconfianza con que muchos adultos se comportan, por solo poner un ejemplo, en sus relaciones afectivas y amorosas, está íntimamente ligada (también lo ha dicho la psicología), con un momento de nuestra infancia donde sentimos que habíamos perdido el amor de mamá.
Por otra parte, el amor, como bálsamo, parece estar asociado con el bienestar que sentimos cuando se nos ha curado el hambre, la fatiga, la angustia y el sufrimiento. No es otra la forma como una madre calma el dolor de nuestros golpes, con solo una caricia o el susurro misterioso de su voz. Ese amor se ha expresado en nuestra historia colombiana en un plato de comida caliente y una ropa limpia, pero quizá en su mejor medida estará asociado a la idea de un hogar donde sus miembros, en especial los hijos, quieren llegar al final del día.
Un segundo regalo que da una madre resiliente son las palabras. Y aquí, valen tanto las palabras que pone, como las que quita. Por un lado, quita las palabras que hieren, que destruyen la valía y que envilecen. Esas del “usted no sirve para eso, usted no puede”. Una madre tutora es, a la vez, un referente de vida para sus hijos, alguien que aconseja con sabiduría y muestra caminos, posibles alternativas, para que el otro se enfrente a las enormes complejidades que supone vivir en el mundo.
Del mismo modo, esas madres nos mandan al mundo con una buena cantidad de palabras que representan nuestra capacidad de imaginar y crear, de relacionarnos con otros y defendernos de la soledad y del peligro. Esas historias y relatos que las madres recrean o inventan para narrarnos están en la base de nuestros talentos y nos permiten vivir en una sociedad donde el dolor y la muerte han prevalecido por encima de la vida.
Hace dos mil años el filósofo romano Séneca habló del cuidado de sí y del otro. Sus ideas las recogió, en la contemporaneidad, Michel Foucault, quien mejor habló de las tecnologías del yo. Creo que ambos no estaban hablando de otra cosa que de esos valores que entregan las madres tutoras como regalo a sus hijos. Hablo de la lucha por la justicia, el cultivo de los amigos, la meditación interior y el examen de conciencia, encontrar el goce y la erótica del deseo, desaprender el vicio y abrazar la virtud, el retorno a sí, el dominio de sí (autarquía) y el ethos como la construcción que cada sujeto puede hacer de su proyecto de vida.
Ahí están, pues, los verdaderos y definitivos regalos con que una madre puede colmar a sus hijos. A esas, y solo a esas madres, en días de celebración, habría que darles un beso y una flor. El beso es el alimento del que también han de beber. La flor representa el valor de su existencia para el resto de la humanidad.