El texto final del acuerdo entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) consta de 297 páginas. Fue publicado el 26 de agosto de 2016, tras cuatro años de diálogos en procura del fin de una guerra que lleva medio siglo destruyendo al país.
Como sucede siempre en Colombia los atavismos despuntan sobre la reflexión reposada, e incluso sobre el sentido común.
Gabriel García Márquez (para poner un ejemplo simple) fue sojuzgado por no colaborar con Aracataca, su municipio natal, por ser amigo de Fidel Castro, por vivir en México. Sus libros son leídos, desde luego. No obstante, el Nobel es víctima de un problema muy típico: en Colombia a cualquier asunto se le agregan palos a la rueda, obstáculos. Al ciclista Nairo Quintana (por poner otro ejemplo ya aberrante o aberrado) no le perdonan haber quedado de tercero en el Tour de Francia. Es posible que Quintana sea hoy por hoy el mejor pedalista del planeta, con un palmarés excelso además de inaudito, pero en la nación de la cumbia y la cocaína no es respetado porque no gana todo.
Respecto del acuerdo escrito en La Habana (su extensión es la de un libro convencional) las polémicas han tomado unos visos que por humorísticos no dejan de resultar desconcertantes. Y dicen mucho de nuestra relación no solo con la palabra, sino con el conocimiento como labor humana.
Al ser distribuido por internet los predicadores de la lectura se toman fotos leyendo el documento, subrayándolo. O comentan en sus escaños de redes sociales que lo están analizando concienzudamente. Algunos de estos predicadores son, dicho sea de paso, quienes menos leen libros, como algunos homofóbicos encubren su homosexualidad atacando a lesbianas, gais y transexuales. Y han empezado a decir que 297 son muchas páginas y que “los ignorantes”, “los perezosos”, “los que no leen” se verán a gatas con el mamotreto.
Otros entusiastas de la paz han observado que es obligatoria la lectura de esas páginas – se entiendan o no; tengan o no un valor específico con vistas al porvenir del país – para votar en el plebiscito de octubre que refrendará los acuerdos. Así mismo no han faltado periodistas que saben cuánto le cuesta a un ciudadano del común la lectura de libros, ya sea por deformación escolar o porque en el fondo los libros aquí nunca han sido tan importantes como sus presuntos promotores quisieran. Esos periodistas han comprimido con dibujos atractivos y exiguas pero precisas frases a qué se están comprometiendo tanto las FARC como el gobierno nacional.
Las facilidades en pro de hacer accesibles las 297 cuartillas son considerables: audios, memes, caricaturas, resúmenes ejecutivos en páginas web y hasta el corpus completo del acuerdo en letra reducida publicado por los periódicos. Faltaría que un youtuber lo tradujera para sus seguidores o que lo volvieran comercial televisivo acompañado por una canción pegajosa.
A este punto, unos cuantos días después de haberse firmado el pacto que quizás marque la conclusión de este conflicto demente, las discusiones y controversias de la opinión pública se centran en un problema clásico de los vínculos lector – texto escrito: unos dicen que no es indispensable leer las 297. Otros que es de vida o muerte. Los más obligan a otros a leer, como los padres de familia no lectores constriñen a sus hijos a agarrar libros sin decirles por qué ni para qué.
Minucias.
Hablar tanto de la conveniencia o no de leer un texto, poniendo de presente el estatus que da leer o no leer (como si leer libros aportara algún brillo social a quien lo hace) sin resaltar siquiera un solo punto de los acuerdos, y ni un solo renglón de los compromisos: esa podría ser una excelente estampa de lo que es Colombia.
Si este fuera un país lector (que no lo es) sería absolutamente obvio leer esas 297 páginas. Nadie discutiría su extensión ni sus alcances. La tarea se realizaría sin chistar. No habría necesidad de compeler a nadie a que leyera, ni de entablar debates acerca de si es muy largo el libro, o de si vale la pena escudriñarlo. Se leería, sin más.
Pero no. Colombia es Colombia. Un lugar donde, como lo señaló alguna vez el singular Facundo Cabral, le encontramos un problema a cada solución.