20 banderas para perder la fe

Cada vez son peores estas obras de teatro. Mienten incluso cuando dicen la verdad. Los protagonistas parecen haber nacido para ello. Saben que la mejor forma de solucionar un problema es crear una crisis.

Opina - Sociedad

2018-12-03

20 banderas para perder la fe

Es una enfermedad genética, histórica. Cada generación muere con la ansiedad de provocar y presenciar el capítulo final del fin del mundo.

El mundo orbita aturdido. Sin saber cuál es el lado, el color, la sintaxis, o el rostro del bien y el mal. Los valores y los cánones se trastocaron. Todo es legítimo. Todo encuentra justificación. Las instituciones decrepitas, los discursos rancios, y los contratos sociales perfectibles se desmoronan, se evaporan. Pareciera que el mundo jamás volverá a ser lo que creemos conocer; esa advertencia amenazante nos preocupa y a la vez emociona.

Todos los imperios cayeron. Toda tecnología fue hecha para ser obsoleta. Todo cuerpo ha perecido. El capitalismo y el mercado, esa megafábrica productora de desigualdad, se burla de la mortalidad de lo inventado por los mortales. El capitalismo y el mercado no son una consecuencia del ecosistema, son el ecosistema que conjuga sus verbos en pretérito perpetuo. El fin, pero también el medio.

Sin humanos no habría capitalismo ni mercado. Sin capitalismo y sin mercado no habría pobres ni ricos. Sin pobres y sin ricos no habría quienes pueden comprar lo que otros no. Sin unos que pueden y otros que no, no habría políticos con la panza llena prometiendo llenar barrigas vacías. Sin gente que come más de lo que necesita y sin gente que come cuando puede, el dinero no sería sinónimo de poder.

Los dueños de la riqueza son sectarios. Hablan y a la vez ordenan. Organizan un arrogante desfile diplomático cada año. El 30 de noviembre y el 1 de diciembre utilizaron por primera vez a Latinoamérica como escenario. Buenos Aires fue la sede del G20: la convención económica que reúne a los 20 países —de los 194 que hay en el Planeta Tierra— que concentran el 80% del Producto Interno Bruto de este mundo y el 60% de la población mundial.

Intentaron hacernos creer que viajaron hasta el sur para que la era hipertecnológica, que amenaza con robotizar muchos trabajos que hoy conocemos, genere empleo y rentabilidad; promover inversión en infraestructura que impulse el desarrollo y la productividad; y tomar medidas para garantizar la seguridad alimentaria y erradicar el hambre.

Las agendas son formalismos, trampas burocráticas. El show se lo robaron Trump, el bufón, y el cauteloso Xi Jinping. Dos sumos infantiles que se sacan la lengua, dos ególatras que necesitan ser reconocidos por sus amigos como los dueños de la casa del árbol, dos potencias comerciales que han puesto aranceles millonarios a sus productos. Dos enemigos que se necesitan el uno al otro y que pactaron una tregua de 90 días para solucionar la guerra comercial.

Del G20 también resultó una declaración de cuatro folios, más aburrida y predecible que un bostezo. Todos, a excepción de Estados Unidos, ratificaron su compromiso con el acuerdo de París que pretende prevenir los destrozos del cambio climático.

Lo más interesante de la cumbre es aquello que sus protagonistas esconden. El dialecto de la diplomacia es ese: un “comercio de insinuaciones, secretos, advertencias verbales, tratos no oficiales”.

No sabemos si problemas como los egoísmos nacionalistas que provocan pasos en falso tipo Brexit, la telaraña tejida entre Arabia Saudita y Turquía para adulterar el asesinato del incómodo periodista Jamal Khashoggi, la intromisión Rusa en las elecciones presidenciales y las tensiones políticas y étnicas que promueve en territorio europeo, las olas migratorias, la esclavitud laboral en Asia, el auge de la extrema derecha, y la desconfianza que despierta la democracia en el mundo fueron abordados en las cenas y en las reuniones a puerta cerrada, o simplemente fueron una nota al pie de página.

Argentina fue la scort del G20. El presidente Mauricio Macri repartió abrazos a granel y apretó la mano de todos, incluso de aquellos que las tienen manchadas de sangre. El anfitrión es un mal político, pero un buen malabarista. “Los ojos del mundo ven nuestro crecimiento”, dijo en el cierre del evento.

Lo que ven y sufren los argentinos es un país que pidió 57.000 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional para no caer en bancarrota, con una inflación del 45%, una moneda devaluada al 100% y una deuda que crecerá exponencialmente después de todas las limosnas que pidió Macri. Olvida el empresario que las potencias se comen a sus amigos como si fueran uvas y luego escupen la piel porque les parecen demasiado amargas.

Cada vez son peores estas obras de teatro. Mienten incluso cuando dicen la verdad. Los protagonistas parecen haber nacido para ello. Saben que la mejor forma de solucionar un problema es crear una crisis. Hacen de la crisis su mayor patrimonio.

Son pastores que no merecen nuestra fe. Los que crean y se benefician del caos no pueden ni quieren solucionar nuestros problemas. Por eso el fin del mundo no llega nunca, porque está sucediendo a cada instante.

Foto cortesía de: El País.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Juan Alejandro Echeverri
"No sabia que quería ser periodista hasta que lo fui y, desde entonces, no he querido ser otra cosa".