Los inmigrantes de arcilla

La casa del marqués de San Jorge es hoy el Museo de arqueología en el que conviven la Santa Fe colonial y la Bogotá que aspira a ser moderna. He decidido llamarlo museo flexible: en él confluyen la alfarería indígena, el pasado arquitectónico y el arte colonial.

Narra - Cultura

2019-04-26

Los inmigrantes de arcilla

«Nariño estaba en vísperas de marchar al Sur con su valiente ejército; y la marquesa de San Jorge quería darle por despedida, lo que se llamaba entonces un refresco, es decir, una taza de chocolate.

E1 palacio de la marquesa, era, tú lo sabes, la misma hermosa sólida y opulenta casa que queda en la esquina de Lesmes, y en que vive hoy don Ruperto Restrepo. Era y es una casa cien veces mejor que lo que hoy se usa…»
Fragmento de Las tres tazas, José María Vergara y Vergara

 

La fachada sigue siendo imponente. Al entrar hay una sensación de desbordante pequeñez ante las dimensiones del solar y de la entrada principal. Se mantienen los pisos originales, hay rastros de la cocina con la antigua chimenea y, en las paredes, después de algunas restauraciones, se conservan los murales de la época. También, bellos motivos andaluces en las celosías, los balcones y los arcos, ¡esplendoroso! Conserva tanto los detalles que, en los momentos de silencio, parecen percibirse las auras de espíritus coloniales que en algún momento la habitaron, fascinante.

El Museo Arqueológico Marqués de San Jorge está en la carrera sexta con calle séptima y, lejos de los convites entre riquillos que se creían próceres, avanza en la promoción de la memoria y el conocimiento de las culturas precolombinas.

Su razón de ser entra en abierto contraste con el fuerte carácter colonial de la casa e inevitablemente, sugiere preguntarse por la identidad, la memoria y las herencias española e indígena en la Bogotá de hoy.

Ofrece al público más de cinco salas, con tres exposiciones temporales sobre los pueblos indígenas, una permanente de cerámica precolombina y otra de arte colonial, ubicada en un salón de gran tamaño, que lleva el mismo nombre del antiguo marquesado, San Jorge.

Durante mi visita tuve la posibilidad de indagar sobre la concepción que el museo tiene sobre sí mismo, o como me dijera la guía, el discurso museológico, que destaca una versatilidad que he decidido llamar museo flexible: en él confluyen la alfarería indígena, el pasado arquitectónico y el arte colonial.

Sin embargo, no dejé de notar la inquietante relación entre lo español, su arquitectura, y lo precolombino: el contraste es testimonio de las consecuencias de los movimientos coloniales. Al significado simbólico de las piezas exhibidas se añade su condición mayoritaria, como si después del declive y extinción de muchas de las culturas que las utilizaban, hubiesen regresado para reclamar la propiedad sobre el territorio, marcando con su presencia el fracaso de las misiones civilizadoras europeas.

El fracaso de la pretensión evangelizadora, que luego devino industrial-desarrollista y, que a pesar de su permanencia en los discursos dominantes de la cultura, falló en el propósito de erradicar a aquellos que fueron considerados primitivos.

Hay tantas piezas de alfarería en el museo que no abandonan mi cabeza. ¡Están por toda la casa! Inmigrantes de arcilla que llegan a la metrópoli buscando las oportunidades que en sus patrias son inexistentes, entonces las cerámicas se visten de memoria y su presencia las reviste de la posibilidad de quedar en el recuerdo, creo que esa es la razón de ser del museo.

La metrópoli-museo ofrece a los pueblos indígenas, allí representados, la posibilidad del acceso a la memoria y, con ello, preserva su legado en el tiempo

La proporción es clara: el arte religioso de los españoles se encuentra en abrumadora minoría. Unas cuantas sillas y cofres de la época decorando los pasillos, no van más allá de la formalidad. Resulta coherente, pues el museo tiene como propósito la promoción del interés por los habitantes originarios y, a su vez, encarna un contenido político insoslayable, que pretende visibilizar a quienes perdieron la voz y capacidad de contarse.

De esta forma dejan de lado y, hasta oculto, los avatares propios de la casa durante su desarrollo colonial y, con ellos, a los españoles y criollos, que dotados de innumerables recursos para perpetuar su obra, reciben la recompensa por sus crueles designios en lo que se configura como una voluntad explícita de parte del museo. Más allá de la imponencia colonial de la casa, el papel del legado europeizante se mantendrá en mínimas proporciones.

Por eso, durante una de las restauraciones se removió una placa conmemorativa que indicaba que en ella había nacido monseñor Bernardo Herrera Restrepo, arzobispo de Bogotá durante la hegemonía conservadora, importante dignatario católico y, sobre todo, factor de equilibrio al interior del, en ese entonces, partido de gobierno. Durante el recorrido no se hizo mención de ella, pero los encargados del museo sí dieron cuenta de la conmemoración a su nacimiento, ahora borrada de un plumazo.

De la misma forma, se eliminó el blasón de la familia Maldonado de Mendoza, —relacionada con el marqués por vía materna— un escudo de armas de corte español que perteneció a los descendientes de uno de los lugartenientes de Jiménez de Quesada, la rancia élite de la Santa Fe decimonónica que reivindicaba sus pasados, abolengos y alcurnias.

Pero su aire especial reside en otra parte, su estructura inspira respeto: es aquella sacralidad que pretendieron los miembros de la familia Lozano cuando pidieron las reformas de la casa. Todo fue con el afán de adoptar la posición colonial y monárquica que venía con la adquisición de su título nobiliario, la condición aparentemente dominante por el estatus, que conseguía el potentado señor Lozano, antiguo alcalde de Santa Fe, cual si fuera una suerte de rey criollo, ahora reconfirmado por la Corona misma.

Sacralidad que se corresponde con la que suscita una majestuosa exposición sobre chamanismo, con los rituales y cultos que esta evoca. Todo ello se mezcla en la presencia imponente de la casa y, junto a la sensación de pequeñez del principio, aparece una extraña desolación: la confirmación de lo pasajero de las cosas que se vuelven tangible, al pensar en la mayor parte de las culturas aborígenes representadas y en el desvanecimiento constante de esa capital colonial de la que procedemos.

Esa misma capital colonial se encontró en el origen de la urbe, como si nos vetara y tuviéramos hacia ella un acceso apenas limitado, parcial e inocuo, mediado por una brecha inconmensurable: el museo es un gigantesco trozo de pasados y nosotros algún día, más pronto que tarde, también lo seremos.

Al final, me encuentro en la salida, satisfecho por la atención recibida, pero preguntándome por qué, si Nariño luchaba por la causa independentista, aceptaría una reunión en una casa bastión de la Corona Española y todo lo que representaba.

Veo reyezuelos por doquier, razón de Estado, nunca. De ciudad tampoco, la urbe está perdida, a menos, que asuma su hibridez identitaria y el museo hace un gran aporte en tal sentido, aunque tienda a sublimar un legado europeizante que se encuentra, con los otros, en la matriz de lo que somos.

La identidad originaria de la urbe fue la colonialidad y, con el tránsito a la república, se expresó luego en forma de centralismo político, administrativo y cultural. Todo él, aparece recubierto de los esfuerzos de los que venimos después, esos que pretenden incluir a los otros, a esos de los que casi nunca se puede o se oye hablar.

La ciudad es conflictiva, pero es en esa doble condición donde yace su característica particularidad: el ser y no ser propio de un pueblo —no el bogotano, que se resigna a no ser, pero sí el colombiano— que busca desesperadamente su identidad en la que la cuestión nacional es un tema discutido en las tabernas, los cafecitos y los parques. Un pueblo cuya identidad es preguntarse por la identidad, y se enfrenta a la constante sensación de desarraigo.

El marqués entró en conflicto con la Corona por la adquisición del título: no quería pagarlo, y enfrentándose a la administración en pleito judicial fue exiliado a Cartagena, donde le encontró la muerte, siendo el año 1793. Hoy su nombre ha desaparecido de la urbe casi por completo y su único legado se mantiene en el nombre del museo. ¿Y es que de los reyezuelos quién se acuerda?

 

Fotos cortesía de: Museo Arqueológico Bogotá

 

 

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Andrés Santiago Bonilla
Politólogo de la UN. Estudiante de Relaciones internacionales con énfasis en medio oriente. Amante de la escritura, devorador de podcast, lector constante.